viernes, 8 de noviembre de 2019

ERRARE HUMANUM EST: HERRAR ES HUMANO

Debido a algunos sobresaltos en las últimas noches, recordé, no sé cómo, la existencia de un tal Alfonso Reyes Ochoa, mexicano nacido en Monterrey, el 17 de mayo de 1889. “Reviví” a Reyes porque hay algo que me quita el sueño: mis propias erratas. Y tras acordarme de su caso, volví a quedar algo perturbado al pensar en la triste e inútil lucha que sufrió este intelectual contra las erratas. La vida está llena de errores y desaciertos y los textos que escribimos o que nos toca revisar, también. Sin embargo, estos tropiezos siempre han existido y existirán hasta que el ser humano se extinga, después de haber hecho mierda este planeta.

El señor Reyes fue un reconocido hombre de letras y leyes, un destacado diplomático y un gran escritor. Estuvo incluso voceado para recibir el Premio Nobel de Literatura. Además, tuvo entre sus amistades al reconocido filósofo español José Ortega y Gasset y al literato argentino Jorge Luis Borges. Este último le entregó a Reyes el manuscrito de ─nada más y nada menos─ El Aleph para que le dé una opinión antes de su publicación. Reyes falleció el 27 de diciembre de 1959 en la ciudad de México y tuvo la “desgracia” de tener que convivir con el maleficio de los errores involuntarios en sus obras.

Reyes fue miembro de la Academia de Lengua Mexicana y fue galardonado con el Premio Nacional de Literatura, lo que demuestra que este señor sí sabía lo que hacía. Durante su larga carrera publicó más de una veintena de obras, entre lírica, narrativa y ensayos. Y fue justamente él quien definió a la errata como: “especie de viciosa flora microbiana siempre tan reacia a todos los tratamientos de desinfección”. Y es tan cierto que debido a ello, estoy escribiendo estas líneas.

Pero regresando al señor Reyes, hay varios autores con los que las erratas se ensañan de manera abusiva y despiadada. Conocida es la frase que lanzó Ventura García Calderón sobre uno de los poemarios del susodicho, el cual rebosaba de errores y faltas tipográficas: “Nuestro amigo Reyes acaba de publicar un librito de erratas salpicado de algunos versos”. Esa frase lo lapidó y lo hizo (más) conocido. Debo reconocer que es solo por eso que lo conozco, sino, posiblemente en mi vida hubiese leído algo de él y sobre él.

¿Y a qué viene todo esto?

Releyendo algunos textos míos he encontrado más de un par de errores garrafales que me avergüenzan enormemente y que hacen que me sonroje y que me dé pánico cada vez que pienso en ellos. Mi gran temor es que alguien los descubra y los ventile para burlarse de mí o los use como parte de una venganza maquiavélica. Los podría corregir, esconder e incluso no dejar evidencia de la metida de pata, pero no me atrevo a hacerlo porque iría en contra de la honradez, la tecnología y el trabajo; o en contra de algo que no sé explicar. Me preocupa enormemente que algún envidioso y testarudo hurgue por algunos de mis escritos.

Pero a ese o a esa posible criatura maligna y desconfiada que emprenda esa quijotesca aventura, debo decirle que no la tiene fácil porque los errores que he cometido no son fáciles de encontrar. Estos se confunden entre la verborrea que he plasmado en los textos que escribo desde el 2004 a la fecha. Por eso, les aviso que en vez de perder el tiempo intentando capturar y sacar a la luz algunos de mis tropiezos, dedíquense mejor a buscar los suyos.

Reyes

El amigo Reyes.
Pero sigamos con este caballero ilustre. El mexicano que acá nos reúne y que ha despertado el pavor en mí, decía sobre las erratas: "He ahí el enemigo". Y no le falta razón, ellas son mi peor enemigo y mi mayor trauma. A veces me vuelvo maniático por querer que lo que reviso no tenga algún error, omisión o falta tipográfica. Sin duda, eso hace que lea y relea lo que se pone frente a mis ojos; y con más razón si es un tema laboral o si son los textos que yo redacto. Pocas veces funciona. Pero no hay que frustrarse ni detener todo. Además, como se sabe, la perfección es enemiga de la eficacia. ¡Hay que seguir para adelante! Debemos publicar y perder el miedo a equivocarnos.

El amigo Reyes, en 1940, comentaba que alguna vez, el poeta chileno Pablo Neruda entabló una conversa con Manuel Altolaguirre, impresor español, acerca del poemario de un vate cubano. Acerca del libro, le preguntó:
― ¿Errores?
― Ninguno, contestó Altolaguirre.
Pero al abrir el elegantísimo impreso, se descubrió que allí donde el versista había escrito: “Yo siento un fuego atroz que me devora”, el encargado de la impresión había colocado su obra maestra: “Yo siento un fuego atrás que me devora”.

Harto de las erratas en los y en sus libros, Reyes invirtió un año de su vida para corregir personalmente uno de sus manuscritos. Hasta que envalentonado por tal proeza, en el colofón se animó a escribir con mucho orgullo: “Este es el primer libro impreso en México sin eratas”. Hay que estar poseído y al borde del suicidio para pasar por lo que pasó este intelectual mexicano. Al final de todo, para él, la lógica de las erratas es simple: “La errata se busca con lupa, se caza a punta de pluma, se aísla y se sitia con cordón sanitario... Y a última hora, entre las formas ya compuestas, cuando ruedan los cilindros sobre los moldes entintados, aparece, venida no se sabe de dónde”.

Con todo lo anterior, podríamos afirmar que no existen las publicaciones sin errores. Parecería ser esta, una conclusión lapidaria y hasta simplista, pero cada día creo que es verdadera e irrefutable. A todos nos pasa. A famosos y a desconocidos no les es indiferente el error. Por eso, la única manera de evitarlos es escribiendo. Por eso escribo. Y si encuentran una erata, me avisan.


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