Antes
que nada debo decir que no descansaré en paz ni estaré tranquilo hasta que
Holanda sea el campeón mundial. Me parece que juegan el mejor fútbol en toda la
galaxia. Me gusta su camiseta, su país y me fascinan los tulipanes. En fin, esa
es otra historia. En segundo lugar debo reconocer que estas últimas semanas he
abandonado casi por completo la escritura y las acciones de bien para dedicarme
solamente a cumplir con las exigencias laborales y a disfrutar el mundial lo
más que pueda antes de regresar a nuestra triste realidad futbolística local. Para
bien o para mal, mañana se acaba el mundial y espero retomar la escritura si es
que se puede o si es que me da la gana. Y en tercer lugar debo decirle a muchas
y muchos amigos que por alentar a equipos europeos no soy menos peruano que
ustedes. Me gusta el fútbol europeo y sus mensajes patrióticos y de exigida
solidaridad americana de medio pelo se los pueden introducir ya saben donde.
Este
alejamiento de la escritura, sin embargo, no me ha distanciado de los
quehaceres ambientales y políticos de este país tan pobre futbolísticamente
hablando, claro que no; pero me da flojera poner lo que pienso en algunas
líneas. Ya será luego. Bueno, sin mucho preámbulo, pienso que Alemania debe
ganar la final. Die Deutschen tienen
un equipo que es una máquina demoledora engranada casi a la perfección (aunque
sigo pensando que los holandeses son mejores), producto de un trabajo
disciplinado, de un mayor roce internacional de sus jugadores, de una provechosa
inyección de sangre foránea (hace no tan solo 15 o 20 años era casi impensable ver
a jugadores alemanes de origen turco, iraní o africano), de un buen entrenador
y de, claro está, la disciplina alemana. Así, existen algunos hechos que pasaré
a comentar para entender un poco más cómo es que se vive el fútbol en Alemania.
Cuando
viví en Alemania (la década del noventa) el país teutón acababa de ganar la
Copa Mundial de 1990 y estaba iniciando una nueva etapa de su historia tras la
caída del Muro de Berlín. Recuerdo los primeros partidos de fútbol en
Heidelberg, en los cuales participaban alemanes y latinos con predominancia de
estos últimos. Los partidos se daban entre un conglomerado de argentinos,
colombianos, brasileros, chilenos, peruanos y de contados entusiastas alemanes
que más que todo aportaban voluntad y ganas de hacer deporte. En algunas ocasiones
jugaban algunas chicas y todo no pasaba de ser un sano entretenimiento que a mí
personalmente me terminó aburriendo pues sentía que estaba en Perú “pichangueando”
con los de mi barrio.
Y
claro, cuando salí del país, el fútbol que jugábamos con los amigos se hacía por
lo general de una manera relajada, sin tiempo fijo, en parques o en la pista y
parando a cada rato para que pasen las personas o los autos, con dos piedras de
arco y bajo condiciones bien deplorables. Bueno era lo que había. Además, no
teníamos una buena cancha para jugar, las pelotas eran cualquier cosa, los
jugadores salían y entraban del partido sin previo aviso. Además, si se
cansaban, se sentaban en el piso en pleno partido (años después, saldrían de la
cancha para contestar sus celulares) o simplemente se iban y nadie se tomaba en
serio el juego, salvo contadas excepciones. Hoy en día, con la aparición de las
canchas de grass sintético la
situación ha cambiado un poco. Claro, ahora uno paga por la cancha y quiere aprovechar
al máximo la hora. Además, me parece que la gente ahora sí se toma un poco más
con seriedad la pichanga semanal.
Cuando,
estando en Alemania, decidí cambiar de aires y buscar a otros grupos de peloteros,
para suerte mía y luego de estar horas de horas yendo a las canchas a ver los
horarios y los grupos que jugaban, pude involucrarme con dos grupos distintos.
El primero de ellos jugaba los martes y los sábados; y el segundo, los viernes
y domingos. Ambos grupos estaban compuestos en un 98% o más de alemanes. Recuerdo
que para jugar con ellos, los miembros de ambos grupos me dijeron que las
únicas condiciones eran ser puntual (si no iba a llegar a la hora, mejor que no
vaya), no abandonar nunca un partido antes de que acabe (salvo que te lesiones)
y venir regularmente.
Si no
iba a ir regularmente, debía avisarles para que le pasaran la voz a otros peloteros
y no perjudicar al resto. Y por último, lo más bacán era que por lo menos una
vez al mes “tenía” que ir con toda la mancha a tomar cerveza en cantidades
industriales. Si aceptaba eso, podía ser parte fija del grupo. Por supuesto me
anoté en ambos grupos y durante casi diez años jugué cuatro veces por semana
tratando de faltar lo menos posible y siguiendo al pie de la letra las indicaciones.
En
la década que estuve en tierras germanas nunca vi a un alemán sentarse a
descansar, irse en pleno partido, dárselas de “jugadoraso” (bueno, debo decir
que en su mayoría no eran muy técnicos, pero sí efectivos, correlones y
disciplinados), camotear al equipo que iba perdiendo o burlarse de ellos, bajar
los brazos si los iban goleando o decir algo que escuchamos por acá como “mete
gol gana” (se jugaba hasta el final) o agarrar la pelota con la mano
deliberadamente para frenar una jugada como sucede muy seguido acá (lo que
denota limitaciones futbolísticas y poco respeto hacia los otros). Siempre jugábamos
dos horas clavadas. Ni más ni menos. Y lo hacíamos con lluvia, frío, calor,
nieve, neblina o en feriados y días festivos. Acá muchos arrugan sobre todo por
el frío y la garua. ¡Cobardes! En esa época no había célular ni facebook para
avisar que no podías ir, ¡tenías que ir! Así sí da gusto ir a pelotear.
Recuerdo
también que incluso con varios amigos alemanes nos juntábamos una hora o media
hora antes de los partidos a practicar pases y penales y a simplemente tocar la
pelota en un toque durante varios minutos o patear al arco. Claro, no éramos las
estrellas del grupo, ni los más dotados futbolísticamente, no obstante cumplíamos
con honores nuestros roles. Sin lugar a dudas, el talento viene con uno, pero
la eficacia y la solvencia al jugar se practica y se forja. Extraño esos
momentos de placer futbolístico, extraño jugar casi ocho horas a la semana
fútbol, extraño jugar partidos plenos, reñidos e intensos; y claro extraño ese
compromiso ineludible que era pelotear sobre casi todas las cosas. Pero
felizmente, ahora, juego por lo menos dos veces por semana, sino estaría
sumergido en la depresión o en las drogas.
Allá
aprendí también a meter la pata con fuerza y debo confesar que he mandado a varios
a la clínica. Quienes me conocen en las canchas saben que es así. No lo digo
con orgullo, pero he aprendido a jugar duro sin llegar a la maldad. Acá me he
encontrado o con señoritas a las que no se les puede tocar o con otros que solo
buscan la bronca. Debo reconocer también que a veces me excedo, pero con la
cabeza caliente me desconozco. Entonces, dicho todo esto, pienso que ganará
Alemania. Pienso también que debe ganar Alemania por todo lo que ha mostrado,
en especial su medio campo. No entraré en una discusión bizantina sobre fútbol,
pero pienso además que me gustaría que ganen los alemanes. Les debo mucho. Mis
mejores diez años de “carrera futbolística” los he pasado allá y por eso confío
en que ganarán. Argentina es un gran rival. Haber dejado atrás a mis favoritos
les da méritos, pero mañana la historia decidirá qué equipo juega mejor sus
cartas y qué equipo saca a relucir toda su clase.
Julio 2014
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