sábado, 10 de octubre de 2009

MIXTURA

Unas punzadas dolorosas en el cuello te regresaron a la triste realidad. Creías sanamente que esa postura supliría los dolores y la apremiante electricidad en una de tus piernas. Un movimiento brusco intentó liberar un conejo de un sombrero de huesos y músculos entumecidos. Todo estaba oscuro. Distintos humores humanos se confundían serenos en el aire enrarecido conjugando una almizclada compañía.

Mientras digería un apetecible mamey en el caluroso norte esperaba que los grandes culminen su siesta para poder ir a la gran fiesta. Su abrupta digestión ocasionaba movimientos peristálticos innovadores en mi ya henchida panza. No deseaba ir a la fiesta. Subí abruptamente a una camioneta rodeado de calor y moscas. Estaba peinado y acicalado. La calle se convertía, conforme avanzábamos, en carretera. Las casas disminuían y se aplanaban, mientras las calles se ensanchaban hasta convertirse en una sola vía de ida y vuelta. Del mismo modo, los perros y los niños empezaban a multiplicarse, señal indudable de que nos alejábamos de la ciudad.

Aparecí sentado bajo el sol de la sierra en una plazita, algunos metros por encima del pintoresco pueblito. No entré a la iglesia, santuario o lo que fuese. Me parecía incoherente. Me estremecía un desgano hacia las reverencias y el teatro católico. Las viejas cucufatas me espantaron e hicieron más fácil que decida quedarme sentado disfrutando del sol. Observaba plácidamente el quehacer de ese día tan común pero tremendamente alborotado. Me sentía con un bienestar extraño, como si estuviera en un lugar muy tranquilo, lo cual era incongruente con la realidad pues el tumulto ensordecedor de sus alrededores mostraban todo lo contrario.

Llegamos a la fiesta. Un mar de gente con prendas apagadas parloteaban animadamente en la sala. Una mesa repleta de sanguchitos y gelatinas y una imponente radiola eran al parecer los anfitriones. Me alejé de todo el tumulto y me escabullí entre la masa para, dentro de ella, esconderme de las presentaciones y demás problemas de ser distinto. Mi madre presentaba orgullosa a todo el gentío a mi hermano. Yo buscaba desesperadamente la salida.

El santuario del señor de ese mismo sitio, se encontraba enclavado en los cerros colindantes. El ambiente era de fiesta y de suculentas fritangas. Algunas llamas, ignorantes de la situación, posaban con desaliñados y pintorescos turistas. Familias numerosas se tomaban las fotos del recuerdo con el fondo del bendito “santuario”. Abuelos de innumerables años, madrinas, sobrinas, compadres, niños y demás miembros eventuales sonreían animosos entre hojas de coca y “calientitos”. Los niños compraban emocionados las estampitas, las mismas que veía oscilando en todas las tiendas y autos de la zona. Todos toman para combatir el frío pero, no hace frío.

Estaba siendo testigo de esos momentos en los que el ser humano se comporta igual, esté donde esté. La hospitalidad puede variar en cuanto a la cantidad pero no en la forma. Los padres del “niñito” de la fiesta hacían esfuerzos sobrehumanos para desdoblarse y atender a todos los invitados, en especial a los foráneos, dentro de los cuales me incluía perfectamente. Las paredes hace poco pintadas y el piso lustrado con esmero confabulaban para lograr el mejor aspecto posible del cálido hogar que nos acogía. Mis preocupaciones eran otras. Me sentía preso en ese conglomerado de gente y bullicio. La música empezó con furia y desató el fervor y la alegría de los invitados. Las mamás orgullosas lanzaban a sus criaturas al ruedo para que luzcan sus destrezas y sean los posibles centros de atención o simplemente los mandaban a bailar para que no los sigan incomodando mientras disfrutaban de la hospitalidad de los anfitriones.

El sol me iluminaba el rostro y mi desazón desaparecía conforme avanzaba la mañana. Cada visitante salía más santo que el otro. El aire era por momentos puro y limpio hasta que el olor de parrillas y algunos excrementos de auquénidos irrumpían invisibles. Contemplaba con especial curiosidad a la gente del sitio. Todo era más lento y parsimonioso. Unos niños revoloteaban como palomas y hacían un escándalo poco digno del lugar. Una pareja de novios salió del recinto. Santo matrimonio. El calorcito en mi rostro me hace bien. Contemplaba cómo los cerros colindantes abrazaban al santuario. Tres niños corrían encima de ellos despreocupados de la triste realidad. Me dediqué a observarlos. Definitivamente es bien imprudente que estén allí saltando y jugando. Sentí la presencia de una muchachita triste que caminaba lentamente pero firme hacia el recinto santoral. Vestía humildemente. Era bella, rosadita, llenita. Unas nubes caprichosas pasaban fugazmente por el cielo azul impecable. Pensaba en una caverna misteriosa gobernada por el silencio.

Logre salir de la fiesta y me dirigí a la carretera buscando la puesta de sol. Un hombre se encontraba esperando alguna movilidad que lo llevara a casa. Una variedad de alforjas, morrales y bolsas lo convertían en una figura simpática bajo el rezago de calor norteño. Me acerqué a hacerle compañía y a buscar algunos momentos de salvación frente a la debacle de la fiesta. La música estridente no dejaba de alborotar el barrio, a los perros, al calor, a los churres, a todos, salvo al preocupadísimo hombre que aguardaba meditabundo.

El sol quemaba con más ahínco. Mi vista se concentró otra vez en los cerros y en los tres mocosos. Parecían cabras de monte revoloteando en busca de flores. Cerré los ojos dejando mi mente ocupada en la identificación de algunos olores andinos no registrados en mi cerebro. Un arco iris irrumpió en mi imaginación toda negra. Abrí los ojos y el sol me deslumbró trasladándome a un paralelo universal. Todo era bello y parsimonioso. Veía los cerros con los ojos cerrados y distinguía figuras humanas que se acercaban al santuario y lo contemplaban desde arriba. De pronto ante el intempestivo revoloteo de las figuras, dos de ellas se desplomaban del cerro. Abrí los ojos y vi que dos de los niños se encontraban en caída libre, atiné a gritar “stop”, los dos niños quedaron estáticos en el aire. La gente me miraba. Yo apuntaba al cerro tal cual como un conquistador español tras avizar tierra de indios.

La angustia llegó muy pronto. Decidí quedarme a esperar y a conversar con el señor. Los carros y camiones ignoraban el pedido de Leonidas, agricultor de 45 años y curtido por el sol. Oscurecía de un color naranja similar al horizonte de Nietzsche viendo volar al Super-Hombre. Leonidas casí no hablaba. Lo bombardeaba con numerosas preguntas, de las cuales solo obtenía gestos y muecas. La bulla continuaba y no comprendía como convivían la alegría y la desesperación tan juntas. Leonidas se lamentaba de su suerte. El calor es humano y despiadado. Se alejaba tranquilo, tal como había llegado.

Mantenía en mi mente el deseo de que permanezcan en el aire estáticos hasta que decidiera qué hacer. Sentía una estridente tranquilidad. La gente se me acercaba a raudales. La música del pueblo cesó. En segundos, la plaza se llenó de gente que me miraba con asombro. Lentamente bajé mi mano y los niños bajaron como copos de nieve hasta la plaza. Me sentía un pobre mortal con algún don. Empecé a reír. La gente no dejaba de admirarme y contemplarme. Algunos se persignaban y me acercaban rosarios para que los bendiga. Yo los rechazaba. Solo deseaba estar tranquilo.

Leonidas desapareció contento. La gente me tocaba boquiabierta y balbuceaba oraciones. Me dirigí a una pequeña tienda donde había una sola mesita. Pedí algo para tomar. Necesitaba un trago urgente. Un séquito de gente me miraba. Me senté observando detenidamente el sol. Vino el alcalde. No sabía cómo hablarme. Yo lo ignoraba olímpicamente. Los dos niños que “salvé” abrazaban a su madre y me pedían explicaciones con su mirada. Ella era un mar de lágrimas. Su vestimenta era simple. Me sentía muy bien. Leonidas ya debe estar en casa. El día empezaba a menguar. Los primeros beneficios del alcohol surgían efecto. Una señora me acercó un escapulario. Le dije que por favor sigan sus rumbos. Un surco parecía abrirse en el cielo rayado. Pensaba quedarme sentado disfrutando del poder. Dos compadres en completo estado de ebriedad daban saltos al compás de un moderno huayno. Abrazados cual pareja, bailaban apasionadamente. Me invitaban a que los siga a su fiesta. Uno tenía solo un par de dientes. Yo era santo, era otro, era distinto. No estaba para fiestas. Sentía un calor en todo el cuerpo. ¿O era el trago? Vi unas estampitas con mi foto en un fondo morado rodeado de flecos blancos. ¡Qué fea foto! ¡Salgo horrible, por Dios! Una señora me clavaba su mirada inquisidora. Hereje. La vida no da para más. Esperaba la noche para sufrir en silencio. Sentía rugir unas voces. Unos violines lastimeros frotaban mi alma. Mucha gente me seguía aún observando. Sin perder el tiempo, ya se habían instalado algunos con sus puestos de fritangas. Otros vendían mi estampita. No me quería levantar. Compré dos estampitas "de mí" y me las colgué en el cuello. Me fui a dormir completamente seguro que todo sucede así porque no puede suceder de otro modo distinto. ¿Y ahora?

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