María despertó de un sueño extraño. Un sabor amargo en la boca le recordaba la noche anterior. Yacía boca arriba. Su mirada se clavó en el techo. El ambiente estaba húmedo. Una luz tenue se dejaba entrever entre las cortinas. Introdujo la mano derecha en su pantalón aterciopelado. Con mucha tranquilidad acarició su pierna derecha. Algunos vellos se asomaban inclementes y rebeldes tras la última depilada. Se frotó detenidamente toda la pierna hasta llegar a sus nalgas suaves y frías. Arqueó un tanto el cuerpo. Sus manos frotaban su carne de seda blanca. Ataviada con sus recuerdos, percibió un calor agradable que la rodeaba. Se sentía feliz.
Su sexo se hallaba seco y en reposo. Se entretuvo ordenando el vello púbico en dos mitades simétricas. Sus pensamientos cabalgan a toda prisa intentando capturar recuerdos de la noche anterior. Su mano ocupa ahora el ombligo que, caliente y limpio, emana frescura. El movimiento rotatorio de un dedo intentaba taladrarlo suavemente.
Mary llevó su mano a la canilla cerciorándose de la necesidad de una pronta y necesaria depilada; y no dejó de moverla hasta detenerla en sus senos. Ambos, uno erecto y el otro flácido, descansaban como majestades equidistantes del centro del cuerpo. Su mano los acariciaba brindándole a cada uno la misma cantidad de cariño y atención. Sus labios estaban aún cubiertos con algo de lápiz labial.
Cerró sus ojos procurando seguir recordando. Atacó con dulzura al pezón flácido buscando su erección. Mientras tanto, magullaba distintos pasajes de sus horas anteriores. Se quedó profundamente dormida. El pezón nunca llegó al estado que buscaba. Un hilito de saliva discurría lento por el labio inferior hasta casi desaparecer.
El sueño fue muy breve. Un pequeño dolor en el brazo la despertó. Su primer pensamiento se concentró en el día que le esperaba sin que su mente se alejase de la última noche. Sus dos manos se posaron bajo las nalgas, arqueando nuevamente el cuerpo. La hendidura que formaban sus dos senos aparecía voluptuosamente ante ella.
Decidió no levantarse aún. Cerró sus ojos y se dejó llevar por el amargo silencio de la soledad.
María recordó con inminente rubor algunos detalles que él le había susurrado al oído. Se sonrojó, sin embargo, sonreía. Algo había en ese hombre que la fascinaba. Él posó sus manos tímidamente en sus rodillas. María ni se inmutó, pues sentía una agradable sensación y no dijo ni hizo nada para frenar una caricia que se aventuraba más allá en una atrevida incursión. Le temblaban las rodillas.
Un sabor húmedo en sus labios la sorprendió. La sequedad anterior había desaparecido de manera intempestiva. Los labios humedecidos respondían al recuerdo de uno de los besos de la noche anterior.
Bailó con él varias veces. María se esforzaba por mostrarse sensual y complaciente. Se dejaba apretar contra el cuerpo de su pareja. Trataba de engatusarlo con sus manos y con su mirada. Mientras seguía echada, pensaba en el día en el que le hicieron su fiesta a los seis años. Tenía un moño blanco y un vestido rosado. Sus amiguitos se fueron y ella se quedó en la sala sentada contemplando alguno de sus regalos. Sus padres estaban en la cocina con algunos de sus amigos. Se fue a su cuarto. Se sentó en la cama asustada. Un señor se acercó con aliento infernal a alcohol y la empezó a tocar. María se congeló. Él se reía y le dijo que estaba muy bonita. Le toco las rodillas y los muslos. Mary no pudo pararse hasta que la tembladera cesó.
A los nueve años hizo la primera comunión. El amigo de sus padres que la tocó envilecidamente estaba en la ceremonia. Ella intentaba no mirarlo. Sentía como sus manos la rozaban. Recordaba ese aliento y esa risa. Su corazón se encogía. Revivir ese instante, hacía que se le pusiera la piel de gallina. Si bien lo vio en varias reuniones familiares, pues era íntimo de la familia, siempre intentaba esquivarlo. Sentía su mirada y los deseos que tenía por acariciarla. Luego, tuvo que recibir su saludo. La ceremonia adquirió para María un sabor amargo.
En la mesa conversaban muy animadamente. Ella se reía de sus ocurrencias. Sus amigas le guiñaban el ojo y le mandaban asolapados besitos. La música en el local no dejaba de sonar y él pedía más cerveza y fumaba cada vez más seguido unos cigarros realmente fuertes. María se fue al baño.
Para sus quince años, sus papás le hicieron una fiesta. La emoción la embargaba. Bajó con su papá para bailar en la sala. Al principió solo veía a los más chicos. En pleno baile, divisó al amigo de sus padres -bebiendo y fumando- mirándola fijamente. Sus ojos la desvistieron. María perdió el paso. Su papá la contemplaba orgulloso y continuó bailando con Mary. Al final de la noche, el tipo se le acercó para bailar. María se fue corriendo desesperada al baño.
En el baño se acomodó el sostén. Se lavó la cara y se miró largo rato en el espejo. Alguien tocaba la puerta. Se retocó el cabello. Acercó sus labios al espejo y se besó en el espejo. Luego soltó una carcajada. Apretó el paso hacía la mesa donde estaba él. No lo encontró. Tras unos minutos, apareció. La jaló a la pista de baile. La apretó y le dijo algo al oído. María se estremeció.
Mary deseaba que el tiempo se detenga y que la mañana dure todo el día. Su cuerpo estaba fresco pese al trajín. Él salió del baño y le hizo nuevamente el amor. Esta vez gozó profundamente del embrujo del vaivén de sus sentimientos más puros. Su corazón galopaba descontrolado. Sus manos se aferraban a la posesión. Se sintió plena, realizada y feliz. La vida tenía sentido. Sus dos pezones estaban erectos. Los recuerdos de la noche anterior ya no eran necesarios. Por su mente pasó toda su niñez para desvanecerse como el gemido de su entrega. Las rodillas ya no le temblaban.
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