El 7 de diciembre de 2019 no es
cualquier día, es la fecha en la que Maya Meylín Angulo Escudero cumple cinco
años. Cada minuto a su lado es la mejor inversión que he hecho en mi vida. Ver
y sentir que mi “chibolita hermosa” crece, aprende y que cada día nos divertimos
(aunque muy pocas veces se “me achora” y no hace caso), es lo más bonito de la
tediosa rutina diaria. Caminar de la mano viendo aves o conversando sobre cómo
le fue en el colegio o recordando algún viaje, es disfrutar al máximo su
presencia. Siento que tengo la dicha de poder darle a mi hija lo mejor de mí. Cada
día es un nuevo reto para seguir adentrándome en su corazón y en su cerebro. Y
cada beso que recibo de ella es como una potente descarga de energía nuclear
que activa la central energética, ya obsoleta, en lo más profundo del
destartalado y decrepito cuerpo de su papito.
Maya
sabe. Sabe perfectamente qué hacer conmigo para lograr su cometido. Cuando
quiere que le dé algo o quiere que le ayude o la cargue, me dice “papi”. Por el
contrario, cuando no quiere obedecer o algo no le parece, me dice “papá”.
Astutamente, cuando estamos de muy buen humor y nos divertimos, me dice Kiko.
Esta simple anotación denota que mi hijita ya alcanzó una madurez intelectual
muy importante para sus primeros cinco años. Por supuesto que lo anterior es
solo una pincelada de todo lo que una niña sabe y debe saber a tan corta edad.
Lo interesante es constatar que Maya está forjándose en un mundo caótico que
está destinado, tal vez, a no resistir a la humanidad.
Cuando
Maya nació, sentí que mi vida dio un giro excepcional. Si bien, el giro fue
esperado, por todo lo que conlleva ser padre y mantener a medias una familia,
también implicó un giro inesperado porque no sabía qué significaba tener a una
bebé recién nacida entre mis brazos y sentir que desde ese momento dependerá de
mí, por lo menos una gran parte de su vida. Darle el primer beso, olerla,
acariciarla, buscar su mirada y apretarla (suavecito) y sentir que esa pequeña
masa de músculos, huesitos y órganos proviene de uno, es algo que hasta ahora,
en ocasiones, no me la creo.
Cuando
despierto, casi siempre, lo primero que viene a mi mente es: cómo estará Maya,
cómo habrá dormido, qué habrá soñado. Y muchas veces, cuando voy a verla y ya
está despierta y escucho que me llama, acudo a ella ilusionado para deleitarme
cuando me dice: papá, ven, échate conmigo. En ese momento, siento que no hay
nada más sublime y hermoso en el planeta que estar al costado de mi hija,
dándole todo el cariño que necesita y que ella me lo devuelve con besos y
abrazos; y que corona el momento diciéndome que me quiere hasta el infinito. Sin
duda me quedaría por el resto del día acurrucado junto a ella, pero la primera
en regresarme a la realidad es ella misma porque luego me dice: “ya papá, me
voy a cambiar, ándate”.
Dicho
esto, aprovecho el pánico para darle un beso gigantesco y decirle que la amo hasta
el infinito y más allá y de paso para abrazarla y sentir el calor que irradia,
que para mí, no es calor, sino más bien todo su amor que se traslada como
energía térmica hacia mi cuerpito y entra a mí por osmosis. Con esa dosis de
cariño y los besos que recibí, lo que venga en el día, me vale madre. Y con
solo pensar que en la noche le voy a ayudar a ponerse su piyama, la voy a
apretar contra mí para desearle que duerma bien y de paso, darle decenas de
besos, pese a que me dice. “¡ya papá, mejor cuéntame un cuento!”, hace que cada
día trate de estar con ella antes de que se acueste; y que pueda sentirme el
más útil del planeta.
Fátima
y yo hemos hecho, según mi evaluación nada objetiva, todo lo posible para que
Maya crezca en un ambiente controlado, de tal manera que, según yo, se
convierta en la futura presidenta del Perú. Este proyecto nada ambicioso va por
buen camino. Maya es una chica astuta, inteligente y sobre todo, curiosa e
independiente. Me sorprende cada día con sus frases, su raciocinio, su manera
de enfrentar retos, su lógica y con todo lo que hace día a día. Es fabuloso
poder mantener una conversación fluida con ella y poder explicarle, por
ejemplo, por qué las hojas de los árboles se caen y estos se quedan pelados
para volver a tener todas sus hojas; o por qué las personas no pueden ser como
las sirenas. Y así, debo responder varias preguntas que ponen a prueba mi poder
de convencimiento, de disuasión y de poder esquivar preguntas incómodas o
difíciles de responder.
Ver
cómo crece Maya es un proceso alentador. Me encanta ver cómo se desenvuelve
ante los diferentes retos que se le presentan; cómo se alista para ir al
colegio, a sus fiestas o para irnos a comprar o a donde sea; cómo pinta con una
asombrosa dedicación y cómo duerme sin culpa alguna. Me fascina escuchar sus
narraciones y tener que seguir sus órdenes cuando le cuento las historias que
me invento y que al final son sus historias, porque yo olvido rápidamente cuál
es el hilo conductor y además me quedo dormido antes que ella. Maya me dice
siempre: “… e hicieron tal cosa ¿ya?” y luego, “pero no es así, porque no se
puede, mejor lo hicieron de esta manera, ¿ya?”. Por supuesto nunca osó
contradecirla, salvo algo ya muy salido de la realidad, aunque prefiero dejar
que su mente vuele. Total, es una niña contenta que está explorando un universo
enorme; y en algún lugar de ese vasto espacio inacabable, sueño con saber que
en algún punto debo estar yo. Por lo menos, eso creo y con eso me voy a dormir.
Me
encanta llevarla cargada a su cama “como un paquete” porque se quedó
profundamente dormida y luego sentir que mi hombro está algo húmedo porque
derramó algo de saliva. Me hace tremendamente feliz cocinarle, así como
preparar su desayuno y sus loncheras. Esto último lo he tenido que hacer muchas
veces al alba, de noche, casi como un espectro o como un zoombie, pero al saber
que es para alimentar a Maya, no hay problema, lo hago feliz de la vida. Y
claro, a veces me alegro por cosas tan simples y tal vez banales para muchos,
como por ejemplo, ver que los tapers regresan vacíos del colegio o cuando
escucho que Maya le dice a sus amigas y amigos “… porque mi papá me ha dicho
que esa ave es un botón de oro” (y yo creo además escuchar: “… y si él lo dice,
es un botón de oro y punto final”).
Jugaría
todo el día con Maya “ritmo a gogo” ─o cómo diablos se escriba ese juego─ para
soplarle decenas de animales y hacer que ella me gane. Pero, ojo, un momento.
Todo esto no podría ser posible sin el amor que su mamá le da. Frente al amor
madre – hija es imposible intentar comparación alguna, tampoco es necesario.
Solo debemos admirar esa capacidad maternal de abrazar y proteger a sus hijos.
Sin ello no somos nada. Ese nexo sobrepasa todo lo que podemos imaginar. Esa energía
ni siquiera es medible. Es todo lo que hace que el universo siga su marcha.
Pd. Esta no es una oda a tener hijos,
pero sí busca, además de homenajear a mi hija, decirles lo siguiente:
aprovechen cada minuto con su(s) hijo(s) y/o hija(s). Al final, no lo hagan por
ustedes, háganlo por ellas y ellos. Es la única manera de ser eternos.
Diciembre
2019
Bellísimo!!!
ResponderEliminarGracias!
EliminarSin duda, un padre enamorado. Felicidades Enrique y felices cinco Maya.
ResponderEliminarAsí es Lucas, Maya ha cambiado toda ni visión del universo. Solo me queda darle lo mejor y apostar por un mejor futuro. Saludos a Liam y a la familia, Ya nos vemos pronto.
EliminarQue hermoso lo escrito, y sobre todo que lo disfrutas al máximo; realmente cada minuto que pasa con los hijos son momentos únicos que ya no volveran, ellos van cerrando etapas y siempre habrá una última vez en todo lo que ellos hagan. Feliz 5 añitos Mayita !!
ResponderEliminarGracias Charito!! Sí, cada día con maya es una lección de vida y siempre hay cosas nuevas por aprender y por enseñarle. Ustedes también lo saben con mis dos sobrinos. Un fuerte abrazo y gracias por estar en esa fecha tan especial.
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