Los Caimanes 2020. |
Hace unos días, me reuní con un grupo de
amigos para hacernos otra vez eternos a través de una foto. Se trata de “Los
Caimanes”, grupo formado por Dennis, Alfieri, Juan Carlos, Gustavo, yo, César y
Fernando, según el orden de aparición (de izquierda a derecha) en las
fotografías. Nos conocemos hace casi 35 años. Es difícil que los siete
coincidamos en una misma fecha y en un mismo lugar, pero esta vez los astros se
alinearon. ¿Por qué somos los caimanes? Y es que a uno de ellos le decimos
“caimán” y por ende, somos conocidos como tales. Entre nosotros nos decimos
“chamo”; y no tiene nada que ver con la inmigración venezolana, pero sí con la
generación de amigos —entre los que se encuentra mi viejo— que nos antecede:
los chamos.
Antes,
allá por el año 1987, para ir a Huachipa desde Miraflores a “trampear”
cernícalos americanos (Falco sparverius)
y otros bichos, se necesitaba permiso (de los padres, no de las autoridades),
coraje y levantarse al alba. Y si ibas a ir llevando ratones blancos, trampas,
carabinas y demás parafernalia para una jornada exitosa de cacería, necesitabas
ir “en mancha” para no fracasar en el intento y vacilarte bien en esos espacios
que por aquellos años eran todavía “casi monte”. Pero además de que debíamos
tomar no sé cuántos buses, lo más importante para pasarla reamente bien, era ir
con la gente correcta, con los “patas” de verdad, con los que compartías muchas
cosas en común. Una de ellas era el amor por la naturaleza y por las aves de
presa, ambos puntos conjugados en una palabra mágica: cetrería.
Los Caimanes 1988. |
Recuerdo
que para coordinar en esos años, se necesitaba una sincronización casi suiza
para “quedar” en un solo sitio y emprender la aventura a tiempo. Si no llegabas,
te quedabas con los crespos hechos. Recordemos que a mediados de la década del
ochenta del siglo pasado no había celulares, Whatsapp, Waze, redes sociales ni
nada de eso. Claro, había mucho menos tráfico, las calles eran algo más seguras
(no habían combis asesinas ni tanta delincuencia) y si bien los lugares a dónde
íbamos (Pachacamac, Huachipa, Pantanos de Villa, Puerto Viejo, Chilca, Albufera
de Medio Mundo y otros) eran “lejos”, era más fácil llegar porque entrar y
salir de Lima no era tan caótico ni tardaba tanto como ahora.
Los Caimanes 1988 (faltan Alfieri y César). |
Nuestros
principales puntos de encuentro eran dos: “el consultorio”, ubicado en una
calle cerca al faro de La Marina en el malecón de Miraflores y los terrenos
adyacentes al faro, sobre todo una hoy inexistente “pampa” casi baldía a la que
le llamábamos “el degollao” porque una vez encontramos el cadáver de un hombre
de entre 50 y 60 años con un tajo mortal en el cuello. Allí íbamos a volar las
aves de presa que teníamos. La cita era siempre a las 16.00 horas entre los
años 1987 y 1988.
La foto
Uno de
los motivos para reunirnos esta vez, era repetir la foto que fue tomada en
Santa Felicia, el 04 de febrero de 1988, tras regresar de Huachipa. La primera de
la saga fue tomada por el papá de uno de los caimanes y fue tras un suculento
lonche en la casa de los tíos de este caimán. Llegamos ahí, tras haber tenido
una jornada exitosa de caza (dos cernícalos); y tras haber salidos disparados,
ya que ese día, mientras nos bañábamos en el río (debe haber sido el Huaycoloro)
debajo de un tubo de PVC, por donde circulaba agua para algún regadío, a uno de
nosotros se le ocurrió la brillante idea de ampliar uno de los huecos por donde
caía el agua, a punta de “balinazos” y al final, el tubo se vino abajo.
Los Caimanes 1990 |
No paramos
de correr hasta escabullirnos del lugar, pese a que uno de nosotros (no fui yo)
portaba ese día un polo naranja que podía ser visto a kilómetros. Felizmente no
nos pasó nada y esperemos que el daño no haya sido tan terrible. Regresamos varias
veces a esos parajes y cada viaje era una aventura inolvidable y formaba parta
de nuestras innumerables tertulias. Esos “años maravillosos” están llenos de anécdotas
y recuerdos imborrables que siempre son motivo de risa y de asombro, pues, hoy
en día, ya con varios años y kilos de más, a veces no hay explicación de tanta
locura cometida.
Una de
las cosas que me llama la atención es que en esa época, sabíamos más de las
aves de Europa que de las nuestras. Nos sabíamos decenas de nombres científicos
de las aves de otras latitudes como el azor, el gavilán europeo, milano negro,
milano real, águila perdicera, águila negra americana, halcón abejero, ratonero
común, esmerejón, alcotán, cernícalo primilla, halcón de Eleonora, gerifalte,
halcón sacre, halcón borní o lanario, cernícalo patirrojo, cernícalo primilla, quebrantahuesos
y varias más.
Los Caimanes 1996. En vez de Juan Carlos, está Diego Velez. |
No contábamos
con información sobre nuestras aves. Una de las pocas referencias que teníamos
era el libro de Aves de Lima de María Koepcke, publicado en 1983. Recuerdo que
entre nosotros nos “tomábamos” examen para poder saber todos los nombres de las
aves europeas y boreales. Sin duda, hoy la situación es otra, el acceso a la
información en ese entonces dista años luz de lo que es ahora. Pero, esa es otra
historia.
Los años miraflorinos
Tendría
que escribir cientos de líneas para plasmar todas las anécdotas de esos tiempos.
Ese año y pico que mi hermano y yo vivimos en la calle Bolognesi, en
Miraflores, cerca de la avenida Pardo, fue una época inolvidable. Recordé por
ejemplo cuando salíamos a volar a una lechuza de campanario (Tyto alba) al malecón vestidos de manera
estrafalaria. Me imagino que los vecinos miraflorinos que se nos cruzaron en la
calle, deben haber quedado algo trastornados por la escena algo bizarra que les
ofrecíamos. También recuerdo la historia de un cuy (el “cuy Maruy”) que
sobrevivió varios días en una mochila, ya que lo habíamos llevado como “carnada”
a una cacería, pero nos olvidamos de sacarlo de su nueva morada. Felizmente, a
eso, sobrevivió.
Los Caimanes 2014 |
Y así
podría contar muchas historias más. Pero dos de los hechos que también me marcaron
en esas épocas fueron, cómo es que me dio hepatitis y tres meses después, cómo es
que me dio tifoidea. En diciembre de 1987 se me ocurrió la brillante idea de
recoger una torta casi intacta de una heladería cerca de mi casa para saciar el
hambre voraz del fin de semana. El lunes me levanté casi como un zoombie y pese
a informar de que no estaba en condiciones para ir al colegio, mi madre me
mandó a tomar el “chama” en la avenida Pardo.
A las
dos cuadras tuve que bajar porque estaba casi como un cadáver y tuve que llegar
casi reptando a mi cama. Asumiendo que tal vez era porque no había tomado
desayuno, me aseguré con un tamal de chancho. Luego no sé si me desmayé o estuve
en el cielo y reviví, pero al mediodía que desperté me fui con mi mamá al
hospital arrojando por las calles de Lima el rico potaje a base de maíz. Tres
meses después y ya repuesto, estaba con un caimán en mi casa y detecté sobre la
refrigeradora unas hamburguesas con un sospechoso color verde. El hambre
apretaba. Terminé en cama.
Así,
pese a ambas enfermedades, puedo decir que esas épocas fueron extraordinarias.
Volver a juntarnos los caimanes originales ha sido apoteósico. En aquellos años
vivíamos a otro ritmo, sin preocupaciones extremas y practicando uno de las
disciplinas más nobles que existe en el planeta: la halconería. Algunos continúan
en ello, otros ya no, pero lo que importa es que el respeto y admiración hacia
la vida silvestre sigue intacto y eso es un bien preciado que los años no
pueden ni podrán alterar.
Enero 2020
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