Con una melena impresentable y con los crespos hechos decidí ir a cortarme el pelo. Para mi felicidad, era el único cliente. Mi nueva peluquera dejó instantáneamente lo que estaba haciendo para atenderme. Me invitó a tomar asiento y, en menos de dos segundos, ya estaba con una manta encima. Me ofreció algo para leer y para tomar, pero yo, todo un caballero, le dije que no deseaba ni el periódico ni lo que seguramente me iba a ofrecer, es decir, café de lata. Así que, con los ojos cerrados y decidido a relajarme esos minutos sin pensar en nada importante, me dejé transportar por sus manos a donde sea.
Mi estado duró poco porque al minuto, mi peluquera me invitó a otra silla, pero esta vez para lavarme la cabeza. Caminé unos pasos enfundado en una manta blanca (parecía un enfermo desahuciado rumbo a la tumba) y dejé mi cabeza a su disposición. La incliné para atrás y sentí como el agua inundaba toda esa masa de pelos, cuero cabelludo, neuronas y pensamientos inútiles. Cerré nuevamente los ojos mientras sentía sus manos deleitarse con mi cabeza. Se sentía muy bien y estaba feliz de la vida sintiendo unos masajes calientes en mi cráneo.
La felicidad no puede durar mucho. Y esta vez fue así. Mi peluquera dejó de acariciarme la cabeza. Ya no me sentía en el paraíso. Sus manos me secaban los oídos hasta que escuché que debía regresar a la silla para trasquilarme. Tomé asiento. Luego, tras unos minutos de silencio, ella me preguntó qué hacía por la vida. Le conté de mis aventuras con las letras. Le dije también que viajaba. Y es que me preguntó cuándo fue la última vez que me había cortado el pelo, y yo, que había pasado por otra peluquera hace no más de dos meses, le dije que por cuestiones de viaje, no había podido visitarla. No quería reconocer que le fui infiel. Le tuve que mentir. Qué horror.
Mientras ella jugueteaba con mis mechas, me hacía diversas preguntas, las cuales yo contestaba con inmenso placer. No ahorraba palabras y hablaba como una cotorra (yo más que ella). Ahora me sorprendo de todo lo que dije y hasta me inventé algunos viajes a lugares que aún no conozco (a los que debo ir con suma urgencia por si ella me vuelve a preguntar). Con cada corte me sentía más hablador. Mis ganas de relajarme y de permanecer con los ojos cerrados y callado, se desvanecieron del todo.
Debo sostener en defensa propia (por si es necesario) que no me encontraba bajo el efecto de algún estupefaciente o de alguna bebida energizante (solo había tomado un espresso una hora atrás) que explique mi conducta. Asumo que tal vez el efecto de mi verborrea se deba al masaje craneal anteriormente recibido. Seguí parloteando con mi peluquera sobre temas de farándula, economía, política y sobre los últimos hechos del acontecer nacional. Yo no paraba de lanzar predicciones y de proclamar casi el fin del mundo si no hacíamos algo para cambiar nuestra situación.
Me encontraba en esa grandilocuencia y casi arrebato cuando mi peluquera, por una cómoda suma, me invitó a aplicarme unas ampollas en la cabeza que, según ella, reforzarían mi cuero cabelludo y mi frondosa cabellera. De solo pensar que estaría una vez más con la cabeza reclinada en sus manos sintiendo los masajes y el agua caliente, acepté sin chistar. Me dirigí casi corriendo a que hagan de mi cráneo lo que sea con tal de gozar de unos instantes más de gloria. Me esperaban, según me dijo mi peluquera, diez minutos de, como dice Fulanito (un merenguero dominicano), “gozadera total”.
Tomé posición y pasé de la elocuencia a la contemplación y al silencio. Cerré los ojos y solo me dejé llevar por el vaivén de las manos de mi peluquera. No dije nada en esos minutos (los cuales, finalmente, creo que fueron menos de diez). Lo bueno es que ella entendió que yo no quería hablar. Sentí cómo me remecía todo lo que se llama cabeza y que mis pensamientos eran más claros. No quise que se acabaran esos momentos, no obstante, tras esos divinos minutos de relajo, se acabó mi sesión. Sentí otra vez unos dedos en mis orejas y acepté con resignación que todo terminó.
Sentí también una tristeza profunda y como que hubiese estado toda la mañana con mi peluquera. Me miré al espejo. Vi lo mismo de siempre (con menos pelo) y me despedí cortésmente de ella. Prometí volver a los dos meses. Faltan 55 días.
Mi estado duró poco porque al minuto, mi peluquera me invitó a otra silla, pero esta vez para lavarme la cabeza. Caminé unos pasos enfundado en una manta blanca (parecía un enfermo desahuciado rumbo a la tumba) y dejé mi cabeza a su disposición. La incliné para atrás y sentí como el agua inundaba toda esa masa de pelos, cuero cabelludo, neuronas y pensamientos inútiles. Cerré nuevamente los ojos mientras sentía sus manos deleitarse con mi cabeza. Se sentía muy bien y estaba feliz de la vida sintiendo unos masajes calientes en mi cráneo.
La felicidad no puede durar mucho. Y esta vez fue así. Mi peluquera dejó de acariciarme la cabeza. Ya no me sentía en el paraíso. Sus manos me secaban los oídos hasta que escuché que debía regresar a la silla para trasquilarme. Tomé asiento. Luego, tras unos minutos de silencio, ella me preguntó qué hacía por la vida. Le conté de mis aventuras con las letras. Le dije también que viajaba. Y es que me preguntó cuándo fue la última vez que me había cortado el pelo, y yo, que había pasado por otra peluquera hace no más de dos meses, le dije que por cuestiones de viaje, no había podido visitarla. No quería reconocer que le fui infiel. Le tuve que mentir. Qué horror.
Mientras ella jugueteaba con mis mechas, me hacía diversas preguntas, las cuales yo contestaba con inmenso placer. No ahorraba palabras y hablaba como una cotorra (yo más que ella). Ahora me sorprendo de todo lo que dije y hasta me inventé algunos viajes a lugares que aún no conozco (a los que debo ir con suma urgencia por si ella me vuelve a preguntar). Con cada corte me sentía más hablador. Mis ganas de relajarme y de permanecer con los ojos cerrados y callado, se desvanecieron del todo.
Debo sostener en defensa propia (por si es necesario) que no me encontraba bajo el efecto de algún estupefaciente o de alguna bebida energizante (solo había tomado un espresso una hora atrás) que explique mi conducta. Asumo que tal vez el efecto de mi verborrea se deba al masaje craneal anteriormente recibido. Seguí parloteando con mi peluquera sobre temas de farándula, economía, política y sobre los últimos hechos del acontecer nacional. Yo no paraba de lanzar predicciones y de proclamar casi el fin del mundo si no hacíamos algo para cambiar nuestra situación.
Me encontraba en esa grandilocuencia y casi arrebato cuando mi peluquera, por una cómoda suma, me invitó a aplicarme unas ampollas en la cabeza que, según ella, reforzarían mi cuero cabelludo y mi frondosa cabellera. De solo pensar que estaría una vez más con la cabeza reclinada en sus manos sintiendo los masajes y el agua caliente, acepté sin chistar. Me dirigí casi corriendo a que hagan de mi cráneo lo que sea con tal de gozar de unos instantes más de gloria. Me esperaban, según me dijo mi peluquera, diez minutos de, como dice Fulanito (un merenguero dominicano), “gozadera total”.
Tomé posición y pasé de la elocuencia a la contemplación y al silencio. Cerré los ojos y solo me dejé llevar por el vaivén de las manos de mi peluquera. No dije nada en esos minutos (los cuales, finalmente, creo que fueron menos de diez). Lo bueno es que ella entendió que yo no quería hablar. Sentí cómo me remecía todo lo que se llama cabeza y que mis pensamientos eran más claros. No quise que se acabaran esos momentos, no obstante, tras esos divinos minutos de relajo, se acabó mi sesión. Sentí otra vez unos dedos en mis orejas y acepté con resignación que todo terminó.
Sentí también una tristeza profunda y como que hubiese estado toda la mañana con mi peluquera. Me miré al espejo. Vi lo mismo de siempre (con menos pelo) y me despedí cortésmente de ella. Prometí volver a los dos meses. Faltan 55 días.
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